Obligado por las circunstancias

Hugo Chávez había puesto en el bolsillo de su chaqueta una constitución, un pañuelo, y el cristo que desde 2002 le acompañaba. Estaba al pie de la escalera de una tarima en la avenida Bolívar sobre la que deslizaba el agua de la intensa lluvia de ese jueves de octubre. A pesar del impermeable que le cubría, algunas gotas quisieron colarse por el cuello de su guerrera para recorrer su espalda y atraparse en la estructura del chaleco antibalas; otras fueron detenidas por los rizos de su cabello, pero Chávez sólo pestañaba cuando las gotas le daban en la cara.

Poco más de una decena de hombres y mujeres le acompañaba. Debía subir veinte escalones hasta la tarima. Todo estaba despejado para él. Nadie se apresuraba, era Chávez quien decía cuando empezar. A manera de señal, los miró y con una sonrisa soltó: “Bueno, aquí estamos, vamos pues que voy a echar el resto”.

Darío Vivas, el hombre de baja estatura, calvo, de bigote y cara de gruñón, lo anunció: “Y llegó el candidato de la patria”. Lo había hecho de manera idéntica unas 30 veces antes durante la campaña. “La primera vez que lo dije, me salió espontáneo, una persona que estaba junto a mí me dijo: ‘Coño compadre, se me erizó la piel”, cuenta el diputado.

Esa fue la diana para Chávez. Desde ese momento tomó el micrófono y emprendió un trote de pasos cortos en la pasarela de la tarima. Una multitud de seguidores le esperaba, le aplaudía, le gritaba, y también le lloraba. Los fornidos hombres responsables de su seguridad corrieron tras él pero Chávez extendió un brazo hacia atrás y con la palma de la mano los hizo detenerse. Emocionado, giró la cabeza al cielo y con las manos frotó el agua sobre su cara. Allí estaba él, con su gente cubriéndose de lluvia y de gloria. “Voy a ser breve, obligado por las circunstancias”, fueron sus primeras palabras. Faltaban tres días para las elecciones presidenciales del 7 de octubre de 2012.

Firme, poderoso, amado, temido, el hombre al borde de la tarima había iniciado tres meses atrás la campaña para reelegirse para un tercer período de gobierno. Hacía un año de la primera de tres intervenciones quirúrgicas para extirpar un tumor en su zona pélvica. El cáncer que padecía, un enigma para el país, ya había tocado su fibra.

Un hombre que prefiere llamarle Hugo recuerda como en los días previos a la inscripción de su candidatura, sentado sobre el sillón el Presidente frotaba las manos sobre sus muslos una y otra vez, observaba el techo como buscando qué mirar, apretaba los labios y movía la nariz. Quien lo observaba asegura haberlo conocido tanto, que piensa que aquellos gestos de inquietud tenían que ver con Génesis, una niña enferma de cáncer que, en 2006, en medio de un acto le había entregado una bandera en un paréntesis del protocolo. “Chávez, te entrego esta bandera como si fuera Venezuela”, contó él que la niña le había dicho. Pero de esa frase faltaron palabras, y seis años después le contaría la verdad al hombre sentado frente a él en otro sillón de su despacho.

–Chávez, ¿tú sabes? Yo me voy, yo lo sé, pero me quedo contigo en esta bandera Chávez, para que tú sigas dándole vida a los niños –recordó que le había dicho la niña y con un giro dramático completó: “Yo he tenido muchas banderas, pero en verdad juro que ésta se ha convertido en mi bandera de vida y la llevaré hasta el último día de mi vida. Esa niña ya descansa, pero no sabes cómo me parte el alma”.

Una mañana de los primeros días de junio de 2012, Chávez decidió apresurar los exámenes que requerían los médicos antes de inscribirse en el Consejo Nacional Electoral. Se hizo además una tomografía computarizada y una resonancia magnética con contraste y sin contraste.

–¿Deberá hacerse otra radioterapia? –preguntó una periodista en la puerta del palacio presidencial días después de aquellos exámenes.

–No quiero ni acordarme de eso, tengo fe en Dios, tengo fe en Cristo mi Señor, en la ciencia y en esta voluntad de vivir que tengo aquí –dijo Chávez haciendo vibrar su voz para terminar la frase. En apariencia, las evaluaciones médicas habían arrojado buenos resultados.

Los sondeos de opinión señalaban la enfermedad del candidato-presidente como una variable. Los análisis publicados por la prensa debatían entre si el padecimiento le haría un líder electoralmente vulnerable, o si jugaría a su favor el factor emotivo.

Sus colaboradores recuerdan que Chávez juzgaba ridículo que se le redujera a la única condición de padecer de cáncer. El no había llegado hasta allí para que se le convirtiera en eso. Creía que ésta era una manera de subestimarlo y él, había dejado claro, no tenía intención de valerse de nada que no fuera su promesa de revolución.

El 1 de julio el Comando de Campaña Carabobo había lanzado el mensaje “Corazón de la Patria”, un concepto en el que había trabajado desde la sombra el equipo del asesor brasileño Joao Santana. El mensaje coincidía con la divulgación de la campaña institucional del Gobierno de Chávez, “Corazón Venezolano”.

Nueve días después, en el Palacio de Miraflores, alrededor de un escritorio de madera que disponía sus sillas a juego, Chávez y sus hombres se encontraron para unas horas de trabajo. Chávez vestía jeans negros, franela y una guerrera entallada.

–Buenos días muchachos, ¿cómo esta tú? –saludó al entrar con rigor de anfitrión y ánimo de trabajar.

–Bien presidente, la niña le manda saludos –contestó uno de sus colaboradores.

–A ver, qué tenemos por aquí –preguntó, mientras revisaba una carpeta sobre el escritorio. Estaban pendientes del impacto de la campaña ”Corazón de la Patria”, que ocupaba espacios privilegiados en todos los medios del país. Entre los titulares hablaban de ventajismo, de la salud del Presidente y de los primeros sondeos de opinión.

–Hay una serie de temas que hemos priorizado –dijo uno de los hombres, pero Chávez parecía no escuchar. Sólo miraba la carpeta. Todos los diarios cuestionaban su campaña.

–¿Qué es esta vaina?

–Dígame Presidente.

–Llámame a Izarra –exigió Chávez molesto, queriendo que ubicaran al ministro de información.

–¿Tú crees que yo soy pendejo? Yo no quiero ganar con ventajismo, no quiero que me estén acusando esos pendejos de nada, mañana no quiero ver nada de eso en la prensa –dijo una vez que pudo conversar con Andrés Izarra por teléfono.

Chávez obtuvo una explicación de su interlocutor, y una vez más le reprendió:

–No, ustedes lo que están es valiéndose, eso es una triquiñuela, mándame a sacar eso ya.

Izarra debió contestarle con un breve “Está bien Presidente”, pues la llamada no se prolongó más.

El mensaje de la campaña “Corazón de la patria” y de la campaña institucional “Corazón venezolano” estaban estrechamente relacionados y sumaban más espacio de transmisión en los medios de los que el Consejo Nacional Electoral podía permitir. El ente rector ya lo había notado, y la oposición naturalmente no perdía oportunidad de cuestionarlo.

El 11 de julio, una breve declaración de un vocero oficial se transmitió por el canal del Estado: “El Presidente, siguiendo el llamado que ha hecho el CNE, ha mandado a retirar la campaña institucional mientras dure el período electoral (…) El llamado firme que ha hecho es al respeto del árbitro electoral y a las normas y los reglamentos”.

Durante los 90 días de la campaña, Chávez participó en 30 caravanas y concentraciones, pronunció más de 200 mil palabras, emprendió una carrera de Sabaneta a Miraflores, pero nada comparable con su desempeño en campañas anteriores. Esta vez lo que hizo fue “boxear con la mano zurda y una pierna amarrada”, según confesó días después.

En un recorrido por Catia fue palpable el deterioro de su salud. Ese día, a bordo del Tiuna, un camión multipropósito con un motor de 8 cilindros y más de 4 toneladas, Chávez comenzó pareciendo indestructible con su boina roja y su chaqueta deportiva. Era el cuarto bate listo para lanzar, un hombre robusto que sobrepasaba los 85 kilogramos. Una vez el vehículo se puso en marcha, se apoyó del pasamano y estiró el torso para lanzarle un beso a la multitud. El Tiuna parecía no andar, como si flotara sobre la corriente humana. Todos le gritaban, le devolvían el beso, lo llamaban. El parecía multiplicarse, saludándolos a todos y a ninguno en especial. Hasta el chofer del camión extendió su brazo y sonriendo agitó la mano como si las ovaciones eran para él. Algunos entendían el juego y le contestaban emocionados.

Gotas de sudor se deslizaban por las enrojecidas mejillas de Chávez, hasta que comenzó a hacerse visible que sonreía y por instantes contraía el ceño y apretaba sus dientes como si el cansancio y cierto malestar estuvieran a punto de vencerlo.

–No puedo seguir, Nicolás sácame de aquí –le pidió a Nicolás Maduro, su canciller, y el resto del equipo que lo acompañaban también dejó de sonreír. En pocos minutos una camioneta negra, de vidrios ahumados y sin matricular se acercó. Por una vez más esa noche Chávez sonrió y, tomado del pasamano, lanzó un beso al aire: “Yo también los quiero mi gente linda”. Sus colaboradores quedaron en silencio.Se acabaron los saludos al chofer del imponente camión y poco a poco todos comenzaron a retirarse.

Pero el jueves 4 de octubre, plantado en la tarima de la avenida Bolívar, Chávez sabía que estaba viviendo el día más glorioso de su vida, revela un hombre muy cercano al líder bolivariano. William Ojeda, quien veía el acto desde un monitor en un hotel cercano, usa la misma expresión. De vuelta en las filas del chavismo luego de un periodo como férreo opositor, Ojeda esperaba por un miembro del Comando de Campaña que le había prometido que lo llevaría hasta la tarima. Eso nunca ocurrió, pero mientras veía las imágenes que transmitía el canal del Estado, Ojeda recordó cuando cuatro días atrás había decidido hacerle saber a Chávez que se había arrepentido.

Ojeda viajó el 1 de octubre a verlo a los ojos. Se recuerda a sí mismo llegando a Sabaneta buscando al Presidente en una explanada donde le habían dicho que aterrizaría el helicóptero que trasladaba a Chávez. Y en efecto se cruzó con el carro en el que viajaba el Presidente. Se acercó lo más rápido que pudo, corrió a la marcha del vehículo haciéndole señas. Chávez giró la cabeza, lo vio y alzando el dedo pulgar con el puño cerrado, resolvió el encuentro con una señal de aceptación.

Chávez no tardó más en mirarlo. Pero Ojeda no se detuvo. Siguió corriendo hasta que el carro se detuvo y, con Chávez al frente, le extendió su mano.

–Cometí equivocaciones –le dijo.

–El gesto tuyo y de otros compañeros me llena de mucha tranquilidad espiritual en esta etapa de mi vida. Tranquilo William, que Dios te bendiga –le respondió colocándole la mano sobre la cabeza. –¿Qué sabes de Luis? Estoy preocupado por su salud, he escuchado que esta quebrantado, lo voy a llamar.

Ojeda, quien no sabía nada, sólo agregó:

–Sí, eso he escuchado.

–Tranquilo –sonrió Chávez.

Chavez preguntaba por Luis Miquilena, quien fuera su mentor y lo hospedara en su casa cuando éste salió de la cárcel luego de la intentona golpista que lideró en 1992. Ahora los separaban al menos una década de adversidad política, pero al parecer algo quedaba del viejo afecto que se profesaron. “Es como cuando uno amó a una mujer, nadie le quita lo bailao como quien dice… yo una vez dije que lo quise como un padre”, decía.

Chávez contó frente a William Ojeda que había llamado a Miquilena para saber de su salud y que una mujer, que él supuso que trabajaba como doméstica, le contestó.

–Sí, buenas, ¿cómo está?

–Aló, sí, a la orden, con quién desea hablar.

–Oye chica, estará Luis por ahí –dijo Chávez sin revelar su identidad.

–No, él no se encuentra.

–Bueno mira, y cómo está él de salud.

–Está bien señor, pero quién habla, ¿le quiere dejar un mensaje?

–No te preocupes, yo vuelvo a llamar –y colgó–. Lamentablemente no estaba –prosiguió sin aclarar si había vuelto a intentarlo.

El hombre bajo la lluvia ese 4 de octubre de 2012 fue amado por los suyos. “Viva la vida, viva el futuro, hasta la victoria siempre”, se despidió de la multitud a la cual le había prometido 6 años más de gobierno. Pero aunque ganó la contienda tres días después, desde ese día sólo contó con 5 meses de vida. Hugo Chávez había echado el resto. Era cierto que se estaba despidiendo “obligado por las circunstancias”.

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